La naturaleza interviene en el fondo oscuro y eterno de la noche lluviosa, dónde truenos causan destellos a la vista de la copa de los árboles, el frío se apodera de las calles que transpiran a moho y multitudes, dónde la torrencial tormenta aleja de las aceras a los despistados que pasean en la penumbra de la ciudad de luces transitorias. Enciendo un cigarrillo, el último de la noche en la esquina de un rincón por donde los automóviles pasan distantes, debajo de un nido de palomas dónde me recargo justo al lado de un ventanal en penumbra.
Como pasa el tiempo pensando en los sonidos de un viejo jazz que acompaña tu recuerdo. Como la soledad en la escena de Nighthawks de Hopper en una cafetería que alberga comensales con el rostro despulido que aspiran a desaparecer la mañana siguiente; así los ríos de la avenida se llevan las hojas de las banquetas, por donde transcurrimos, la ciudad que grita ecos del aroma a muerte y el nacimiento del gran teatro de asfalto, las sirenas distantes gritando la huida de las calles y los parques que expelen su olor a tierra húmeda y la somnolencia de la carne, cuentos de romances tallados en el tronco de los árboles y el viento que se lleva con él, el humo de que se disipa.
Aún caminando por las calles, el ruido de tus pasos, la luz de tu reflejo en los cristales y el constante recuerdo de tu piel en mis manos se convierte en cobijo al llegar la vela nocturna, una noche de Sax, un trago y el cielo que borra las fronteras de la ciudad. Donde el polvo y el vapor de las alcantarillas se mezclan nuestros olores, aquí en nuestras calles ociosas y tensas, jamás nuestras miradas, el bullicio de la urbe que separa de la música las páginas de esta ciudad y ahí en un rincón de nuestro recuerdo perdura el destello de las décadas del pueblo, los pasillos que recuerdan amores y crímenes que se disipan en el amanecer.
Que desaparecen con la primera palabra al despertar, la que te trae conmigo en tu ausencia.
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