Abrió los ojos y me miró mirándola.
Supe y me dijo sin palabras que sus heridas no se las debía a nadie, sino a ella misma. Recordó aquella ocasión en la que se sintió en la piel de aquel niño, parecían florecer sus propias cicatrices. La nariz de su rostro tomó un color rojizo, sus conjuntivas humedecieron y él reflejo de su mirada me arrebató la voz. Quizás tenía en sus palabras un mensaje, él ahínco que sabía hace mucho deseaba recordar. La tarde y el poniente del sol en un día incierto. Su sonrisa pareció un pretexto, uno inoportuno pero aquella la única razón por la cuál decidí llegar a casa sin acostarme. Una gran perdida encontrada y algo perdido por encontrar. Un puñado de memorias que habré de recordar. Mi conciencia en el discurso de ese perfecto y único segundo.
Desistí en un casi doloroso sentido natural por indagar y escuché; todas esas ideas que corrían por mi mente y se traducen en muecas cómico trágicas que de mi se expresan involuntariamente. Todas estas evidencias espontaneas que se recuentan así mismas, todas ellas en las palabras de alguien que ha logrado y sufrido por ser tan solo el reflejo de quien nunca pudiste imaginar encontrar en una coincidencia de caminos. Estaba ahí sentada tratando de codificar una proteína que yo, antes de escucharla de su voz, no era más que un algoritmo de aminoácidos en él laberinto de la metamorfosis célular. Ese anhelo de descubrir, lo que aquello estaba enredado. Tal vez encontrar una respuesta que a ella le fue negada. Vive, antes de todas esas luces se apaguen. La última esa voz en su cabeza que se supera así misma. Esa antés de su historia todavía no escrita. Siempre recordaré.
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