Y pronto se aproximó al borde de aquel acantilado, la roca era fría pero sobresalía por su altura y esa superficie cóncava y limpia que rompía el viento en sonidos profundos, parecía que la erosión de las ventiscas del norte la habían tallado con manos de artesano, desde que se propuso subir la colina estaba en su mente una piedra como aquella, la hacía el fin de su perdida y la voz de sus respuestas. Se sentó de piernas cruzadas y se conmovió con la vista, no era algo tan extraordinario de lo cotidiano, pasaba muchas noches escalando por los montes y bosques para llevar agua y alimentos a su familia. Solo que este día parecía distinto, esta noche esa inquietud que aún cargaba en su columna, terminó por rendirlo en el confín de sus instintos mientras caminaba por las rocosas montañas andinas. Hacía ya días desde que partió su amada, antes de irse tuvieron una platica, una que se llevó el recuerdo y también sus sonrisas. No tenía razones para darle explicación a su partida, solo partía y nada parecía detenerla. Esa noche, Yanwi se quedó quieto viendo el camino por donde vio que se borraba su figura, sintiendo que el sol caía detrás de el, sabiendo que su ilusión se rompía con la cobija de hojas que cargaba en su lomo, con los ojos que ya no eran cascadas y la suerte de no volver a cerrarlos apesar de la oscuridad de esa noche, no quería regresar a casa. Solo deseaba escapar como ella lo había hecho. Caminó hacía terreno desconocido, las rutas de viaje entre colonias estaban trazadas por los andes, generaciones de hombres solitarios las habían forjado, con la luz de los dioses ocultos y las plantas de coca, los terrenos que no habían sido seleccionados no eran lugar para el que no estaba bendecido. Espinas, tallos de hojas y piedra afilada corrompían su piel, esperaba en el sonido del agua y en el quieto silbido del viento escuchar la risa exiliada, la voz aislada en los sonidos del silencio.
No decía palabra, apesar de ser uno de los pocos que sabían dibujar en las piedras y dar largos discursos, pensaba que ser callado era un don que pocos guardaban. Hablar consigo mismo era su actividad diaria, así solo el y la tierra conocían sus delirios. Así fue como el cóndor lo escuchó en su silencio. Recostado en el amanecer del tercer día en exilio, se posó frente a el mientras este lo miraba en el suelo. Y despegó dejando un trozo de madera, un tronco delgado y pequeño que en su interior guardaba un orificio a todo lo largo y ancho de su estructura, uno que hablaba el idioma del viento.
Subió por las colinas donde nacía la deidad del agua, y arrinconado en aquel bosque hacía sonar notas al cielo; en aquel hombre había ahora un momento lejos del delirio de su propio destierro. Había recuerdos vivos..
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