No me reconcilio con esta era: la era de las letras rotas, del arte descompuesto, del camino abstracto de los desaciertos. Todo se encamina hacia el predecible y trágico final del éxito sin triunfo. El tiempo se escurre entre mis dedos y no hallo consuelo en lo que otros proclaman como proezas.
Y entonces suena esa melodía...
La que hace que el viento mueva el horizonte, que revela las noches devoradas por la verdad del recluso y los días que esta ensombreció. En una jaula de mil barrotes se silencia la voz interior, esa que guarda todas las llaves y podría liberar el alma de su juicio final.
Allá, donde los árboles se mecen, en el valle que se inunda de un fondo gris y despierta con un césped verde, es cuando la imaginación nos devuelve, una vez más, a los años 2000.
A esos paisajes que simulaban la vida, como una pintura que maquillaba los deslucidos y desperfectos de la adolescencia... esa época de desolación y perspectivas inciertas.
En el horizonte, como un libro que no logra desprenderse del tedio irremediable tras un prólogo mejor que su final.
Amigo, no sé si me recuerdes.
Encuéntrame a mitad del camino, en medio de esta persecución que nos sucede, con la misma claridad de aquel ayer: como lámpara encendida en los reductos oscuros de pasillos sin salida. De lo negro y lo blanco a mi tono de piel.
¿Te acuerdas cuando solo un auricular funcionaba y la música sonaba mejor que nunca?
Cuando una pluma bastaba para creer que dos hojas de papel podían decir más que quince años de sueños consumados.
Y, aunque volvamos a recorrer aquellos momentos,
ya no somos los mismos.
Nunca lo volveremos a ser. Sí aún recuerdas.
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